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ría huyó abandonando el campo de batalla; pero sus jefes y oficiales, echando pié á tierra y mezclados en las filas, pelearon hasta morir. Doscientos de ellos, la flor del ejército, cogidos moribundos sobre el campo de batalla, faeron arrastrados á la plaza principal de la ciudad para ser pasados por las armas. En el último momento, uno de ellos, alzando con trabajo su mano desfallecida llamó á uno de los sacerdotes venidos para auxiliarlos. auxiliarlos. con él en voz baja y puso en su mano un objeto. ojos del monje brilló un relámpago; pero bajando su capucha estendió la mano sobre la cabeza del moribundo, le dió la absolucion.

Habló

En los

Un instante despues sonó una descarga, y todo quedó concluido. Los cadáveres insepultos por orden del vencedor, debian quedar allí para escarmentar al pueblo. Y el Tigre, apoderado de la ciudad, tendió sobre ella su terrible garra.

Los desdichados que tenian á los suyos en el ejército vencido ignoraban su suerte y encerradas en sus casas las madres, hermanas y esposas pasaron la noche en los tormentos de la incertidumbre.

VII.

En la quinta del Ceibal, encerrada en su blanca alcoba de vírjen, postrada de rodillas, pálida y trémula, la hija de Avendaño pedia su esposo á la Madre de Dios, mientras su padre celebraba con los suyos en prolongado banquete el triunfo de su causa.

Devorando las angustias de su alma, sofocando sus sollozos para interrogar al silencio de la noche, esperaba que algun ruido esterior viniese á alumbrar su corazon con una luz de esperanza.

Sin embargo, los dolores de aquel eterno dia habian agotado sus fuerzas; su cuerpo comenzaba á desfallecer, y estrañas alucinaciones invadian su cerebro.

De repente sintió estremecerse todo su cuerpo. No podia dudar; alguien se acercaba. Hallábase en la oscuridad, pues para ocultar su vigilia habia apagado la luz; pero vió distintamente una sombra que vino á inter

ponerse entre la ventana y el débil resplandor de las estrellas.

De allí á poco sintió arrancar el barrote limado de la reja, y un hombre se introdujo en el cuarto.

-Horacio !-quiso ella gritar, alzándose con esfuerzo del sitio en que yacia para arrojarse al encuentro de su esposo; pero unos lábios ardientes sellaron sus lábios, dos fuertes brazos ciñeron su cuerpo en un impetuoso abrazo, y el silencio volvió á mezclarse á la oscuridad en la misteriosa alcoba......

La fresca brisa del alba agitando los destrenzados cabellus sobre la frente de Vital, la despertó.

Hallábase sola: ningun indicio en torno suyo reve-laba la presencia de Ravelo. De aquella ardiente noche no le quedaba sino un recuerdo helado y terrifico. ¿Habia velado? habia soñado? Estraño misterio!

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Al llevar la mano á la frente, Vital dió un grito, y una inmensa alegria inundó su alma. Habia encontrado en su dedo un anillo que ella dió á Ravelo en los primeros dias de su amor. No habia delirado, no habia soñado: aquel en cuyos brazos habia dormido largas horas de dicha, no era un fantasma de la muerte: era su esposo.

La vieja tia vino á arrancar á la jóven al arrobamiento que le absorvia..

-Vital! Vital!-entró gritando la buena señora; ven, hija mia, conmigo: tu padre te permite hacer una obra de caridad. ¿Sabes de que se trata? De dar sepultura á los desdichados unitarios que ayer tarde fusilaron en

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la plaza. Quiroga consiente en que los entierren, á condicion de que sean sus madres y sus esposas quienes los conduzcan á la tumba. Alma de Peña! ¡ Pobrecitos! Todo mi odio se ha convertido en piedad. Vamos, vamos, hija, á ayudar al cumplimiento de este deber doloroso.

Vital suspiró pensando en los desventurados que iba á ver, y siguió á su tia dando gracias a Dios por haber salvado á su esposo.

La ciudad presentaba un espectáculo de desolacion imposible de describir. Las calles estaban regadas de sangre, las casas abiertas y entregadas al pillaje. Largas hileras de mujeres enlutadas se dirijian exhalando lamen tos á la plaza donde se hallaban los ensangrentados cadáveres de los suyos.

Vital y su compañera siguieron aquel lúgubre convoy.

Llegadas al sitio fatal donde se habia hecho la horrible hecatombe, cada una de aquellas desgraciadas bus có entre aquellos sangrientos restos á aquel que la muerte le habia robado.

De repente Vital exhaló un grito, y cayó sin sentido. Entre los cadáveres de los doscientos oficiales fusilados la víspera habia reconocido á su esposo ......

VIII.

Desde ese dia, Vital se volvió un ser fantástico que se deslizaba entre los vivientes como un alma en pena. Nunca se detuvo en parte alguna: jamás el sueño vino á cerrar sus ojos; su lábio enmudeció; y solo cuando al caer la tarde veia su propia sombra dibujarse en largas siluetas sobre la seca yerba de los campos, interrumpia su pérpetuo silencio esclamando con dulzura infinita: Haracio!

Y los años trascurrieron sin cambiar en nada su estraña existencia. Los habitantes de los vecinos campos la encuentran todavia en las noches del estío, á la luz de la luna, bajo la fronda perfumada de los naranjos, vagar pálida pero serena tegiendo coronas de azahares que coloca en seguida sobre su cabellera negra aùn, pues el tiempo, cuya huella es tan profunda, ha pasado sin tocar ni con la estremidad de su ala esa frente blanca y terza, despues de treinta años de demencia.

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