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VIII.

Conquista de Tarairí1.

NA grande idea ocupaba al P. Giannelli, mientras

estaba trabajando en el establecimiento de la mision de Aguairenda. Sus miradas se dirigian á la otra banda del Pilcomayo, desde cuyas márgenes hasta las del Parapití habitaban numerosas tribus chiriguanas en las varias quebradas de la última serranía, que amuralla por el poniente las llanuras del Chaco. Los pueblos que formaban esa larga linea (mas de 30 leguas) eran Tapinta, Caigua-mi, Mocuintíe, Caigua-guasu, Tarairí, Ipa, Monduvirandi, Taivate, Camatindi, Tigüipa, Icuarenda, Macharetí, Timbóiti, Morocuyati, Ñancaroinsa, Sipotindi, Uruvuntigua, Tamandeñi; y despues de un largo campo desierto, Tacuanandi, Igüitiapi, Itatiqui, Ipitacuapi, Cavayurape, Caahaimbeti, Iro y Nancapïau, desde donde se divisa la inmensa llanura, que serpeando cruza el Parapití.

Logrando los ministros del Evangelio establecerse entre aquellas tribus, un crecido número de infieles quedaba

1 Tarairí está en 21° 5' 50" lat. S., y 64° 37' 19" long. O. de París. Su altura es de metros 662 sobre el nivel del mar.

agregado al redil del buen Pastor, una ancha puerta se abria á la espiritual conquista de las naciones salvajes esparcidas en los inmensos campos del naciente, y finalmente las nuevas misiones iban á encadenarse con las antiguas, que nuestros Padres habian establecido allende el Parapití. De lo cual resultaba otra ventaja, la cual, aunque no entrase en los planes del misionero, que no buscaba intereses materiales, era sin embargo considerabilísima; pues, con la pacificacion de estos pueblos quedaba abierta. una via directa y facilísima al comercio entre el rico departamento de Santa Cruz y las provincias Argentinas.

Los piés de los evangelistas de la paz habian pisado ya en el siglo último muchos de estos pueblos, aunque sin resultado. Penetró en Tarairí el año de 1732 el jesuita José Pons; mas halló tan mala acogida, que lo despojaron de todo lo que llevaba, hasta de los vestidos; por gracia dejándole la camisa y los calzones, y perdonándole la vida1. Mas afortunado fué nuestro P. Peña en la visita que hizo treinta y tres años despues á todas esas rancherías, desde Macharetí hasta el Pilcomayo: mas, tampoco de ella resultó fruto alguno, porque la muerte cortó de un golpe la vida del misionero, y las esperanzas que se habian concebido de la espiritual conquista de Tarairí y su comarca (pág. 116 y sig.).

Lindando inmediatamente los pueblos descritos con los campos ocupados por los tobas, conservaban con estos desde tiempos antiguos especiales relaciones, fomentadas por un comercio de bastante interes para los unos y los otros, y que principalmente consistia en pescado por parte de los segundos, y en maiz por la de los primeros. Mas, el genio volubilísimo de los tobas y la ingénita antipatía de los chiriguanos á todos los que no son de su nacion, no permitian que estas relaciones fuesen constantes: por lo cual, tan pronto

1 Lozano. Vida del P. Lizardi, S XIV, pág. 129 y sig.

estaban en alianza y paz, como en rompimiento y guerra. Solo cuando se trataba de hostilizar á los españoles, nunca se escusaban nuestros taraireños de aliarse con aquellos Beduinos del Chaco, escoltándolos en sus escursiones á los pueblos y estancias de los cristianos, ayudándolos en sus fechurías y participando largamente de sus robos.

En las sapientísimas y bienhechoras manos del Omnipotente, aquella criminal alianza sirvió de medio para dispensar el mayor de los beneficios á quien tanto lo habia desmerecido. Para amedrentar á los tobas y vengarse de sus robos, hacian frecuentes correrías los caizeños; y en ellas con miras muy diversas los acompañaba el P. Giannelli, esperando de poder alguna vez entrar en relacion con aquellos indómitos salvajes. En efecto, en una espedicion al Pilcomayo logró avistarse con algunos taraireños, y no perdió tan bella ocasion para instilar en sus agrestes oidos palabras de amor y de paz, acompañadas con algunos regalitos. Fué una semilla, que mas tarde fructificó admirablemente.

Poco despues, un incidente, sin duda providencial, vino á fecundizar la semilla arrojada por el P. José. Dos indios principales y un cacique de Tarairí fueron arrestados en Caiza, puestos en el cepo, convencidos de cómplices en los robos de los tobas y sentenciados á muerte. Luego que lo supo, se largó de Aguairenda á su socorro el P. Giannelli, se presentó á las Autoridades, abogó por ellos, dió fianzas, y logró libertarlos. Aquellos corazones, que palpitaban con el terror de la muerte inminente, comenzaron á palpitar de gratitud; bañaron de lágrimas la mano que los habia salvado de tanto peligro, y vueltos al seno de sus familias se hicieron lenguas, refiriendo el amor y generosidad del misionero á sus parientes y paisanos. Estos llegaron á persuadirse de que el Padre verdaderamente los amaba; formaron una grande idea de su valimiento, y concibieron la esperanza de que viniendo á estar en su pueblo, les daria la paz y seguridad, de que los privaba la aciaga sociedad con

los tobas. El P. José no se descuidaba en fomentar estas bellas disposiciones, enviándoles cuantas veces podia mensajes y presentes.

En este estado las cosas, entró la discordia entre aquellas tribus. Las que vivian al Sur de Tarairí s› decidieron por la mision; las de Ipa y siguientes al N. (y eran las mas numerosas) se declararon contrarias. Estas preferian á la amistad de los cristianos la de los tobas, pareciéndoles mas ventajosa, no tanto por el inocente comercio referido, como por el inicuo tráfico de los animales robados en las estancias de Caiza. Aquellos por el contrario, deseando admitir al misionero, se veian precisados á entrar en relaciones con los cristianos, y á cortar de consiguiente las que por lo pasado habian mantenido con los tobas. No tardó en presentárseles la oportunidad para ello.

Jefe de las familias de Caigua-mi era un tal Cuarenda, quien por su facundia y destreza guerrera, gozaba entre los suyos de un gran prestigio. Hubo en este pueblo una solemne bebida, á la cual, segun costumbre, asistieron los tobas. En lo mejor de ella se levantó Cuarenda, y con la énfasis que le era natural afeó á estos sus robos y asesinatos; ponderó los daños, que con sus inicuos procederes causaban á sí propios y á sus adherentes, esponiéndolos al odio de los blancos, á la persecucion, al cautiverio; declaró que preferia la paz y seguridad, que disfrutaria su pueblo estableciéndose el misionero en él, á todos los intereses que sacaba de la mancomunidad con gente tan ruin, y que le salian tan caros. À la fogosa arenga del cacique ardieron aquellos ánimos tan propensos á inflamarse; por una y otra parte se corrió á las flechas; se armó una sangrienta reyerta, y cuatro de los tobas quedaron cadáveres. Los parientes de los muertos, rugiendo de coraje, marcharon á Ipa, reclamaron venganza: los ipeños prometieron hacerla.

Calmados los ánimos en Caigua-mi, Cuarenda comprendió su peligro; mandó asegurar su pueblo con una trin

chera de ramas y espinas, y envió apresuradamente á Aguairenda un mensaje al misionero, dándole noticia del gravísimo riesgo en que se hallaba él con sus familias por haber proclamado la mision. El honor del Padre quedaba comprometido; se presentaba una ocasion mas, para manifestar á los indios el amor y valimiento del misionero: ella, por lo tanto, no era de perderse. Al punto voló el P. José á Caiza; sus palabras llenas de celo llenaron de entusiasmo á los vecinos, y acompañado de un buen número de ellos se dirigió al Pilcomayo.

Despues de una marcha forzada de dos dias y una noche, llegó á Caigua-mi, donde su presencia reavivó á los desmayados taraireños. Estos dieron noticia de que en Ipa estaba acampada una numerosa tropa de tobas: y se tomó la resolucion de marchar contra ellos para desanidarlos de allá, sin hacer empero daño alguno á los ipeños, cuyos ánimos el P. José proponíase amansar. Mas, cuando estos vieron desfilar por las playas del riachuelo que corre al pié de su pueblo aquella gente armada, por mas que esta declarase venir pacíficamente, se creyeron acometidos; y poniendo mano á sus arcos, empezaron á disparar flechas. Muy luego el valor de los nuestros los desbarató completamente, y con ellos á los tobas.

Con esto la seguridad de los taraireños quedaba aun mas comprometida: permaneciendo en sus pueblos, iban á sufrir todo el rigor de la venganza, que tomarian infaliblemente los tobas y sus mismos compatriotas del N. Comprendiendo su peligro, aceptaron gustosos la invitacion que el P. José les hizo de emigrar á la mision de Aguairenda. Mas, ¿quien suministraria los alimentos á mas de quinientos huéspedes, que nada llevaban consigo? La caridad de los misioneros, que no repararon en cargarse de deudas para surtir de víveres á tanta y tan voraz multitud.

Habia pasado un año; y los taraireños mal avenidos en un pais estraño, y temerosos de volver solos al propio, daban gran prisa al misionero para que los llevase de nuevo

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