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á Potosí ya de nuevo sujeta á las autoridades españolas. No estuvieron allí ociosos, sino que se consagraron con fervor á todas las obras de su ministerio; y para ejercitarlas mejor, solicitaron fundar un pequeño hospicio. E to que debia merecerles el amor de todos, les atrajo el odio de algunos. Se les calumnió; se les acusó de apóstatas de su Colegio, adonde no podian volver sin peligro de la vida; se les pintó como fautores de la revolucion, por la cual se hallaban peregrinos fuera de su casa: y en fin el gobernador Huarte, en 21 de Setiembre de 1818, fulminó contra ellos sentencia de destierro. El injustísimo decreto no fué ejecutado, gracias á los empeños y reclamos del Ayuntamiento y habitantes de aquella religiosa villa: solo con el P. prefecto de misiones Fr. Andres Caro, principal promotor del hospicio, se mantuvo inflexible el gobernador; y tuvo que retirarse desterrado á Moquegua.

No fué esta la única vez en que nuestros misioneros se vieron en aquellos tiempos, vejados y oprimidos por los que se llamaban realistas. El P. guardian Izquierdo, en 2 de Octubre de 1819, escribia al Comisario general de Indias: No me esplayo en referirle algunas persecuciones que hemos sufrido, y particularmente yo, de las tropas de nuestro amado soberano. Ello es que es t'empo de padecer. Y el procurador del Colegio, en la mencionada presentacion al virey, despues de haber insinuado los grandes sacrificios hechos y los indecibles trabajos sufridos de nuestros misioneros por la causa del rey, esclama: ¿Y despues de esto, los ministros y oficiales del rey, que deben enjugar nuestras lágrimas, así nos persiguen?

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Dias mas serenos amanecieron para Tarija. De los que fomentaban en ella la revolucion, unos habian muerto, otros depuesto las armas. Volvia á reinar la paz; y nuestros emigrados pudieron con seguridad restituirse al Colegio, donde en 1820 se hallaban reunidos trece misioneros. Estos con nuevos brios acometieron sus antiguas tareas: y su voz apostólica volvió á oirse en las aldeas y curatos de

esta comarca, llamando á la paz y á la penitencia los corazones ulcerados por los odios maleados por y los vicios, á consecuencia de las pretéritas calamidades. Eran los últimos esfuerzos de aquellos valientes veteranos que, gastados de los años y trabajos, iban bajando uno por uno al sepulcro. Despoblábase el Colegio, ni podian ya esperarse de la Península nuevos refuerzos. Se tentó educar en el Colegio con hábito de donados á unos jovencitos criollos, con la lisonja de que enamorándose de la vida religiosa la abrazarian y sostendrian el Colegio. Vanas esperanzas, pues que ni uno de ellos perseveró en él.

El 10 de Junio de 1834, el P. Fr. Estévan Primo Ayala, el mas firme apoyo de este Colegio en los dias de tribulacion que hemos descrito, dejó de existir.

Quedaban tres sacerdotes: el uno de ellos advenedizo, con cuya perseverancia no podia contarse; los otros dos por los años y achaques, encorvados hàcia el sepulcro. Con la muerte de ellos concluia el Colegio.

III.

El P. Andres Herrero.

N hombre de celo y caridad á toda prueba recorria Bolivia en 1835, y haciéndose cargo de las necesidades de los Colegios y de las misiones se dirigió dos veces á Europa, buscó y condujo religiosos, pobló aquellos nuevamente y restableció el pequeño número de misiones que hoy existe. Cuando principiaba á desarrollar el plan de propaganda entre infieles, que habia combinado durante sus viajes hechos por los lugares mismos donde iba á entablarse, Dios le llamó de la tierra, y los bellos proyectos del P. Herrero quedaron sin ejecucion. No son muchos en nuestra época aquellos, cuya vida presenta tantos rasgos de caridad y de amor ardiente á los hombres, como la de este apostólico religioso: su existencia activa é infatigable fué un dilatado servicio á la civilizacion de los indígenas de Bolivia. Miraba á estos con inmensa ternura, consideraba sus intereses como propios y no ahorrò sacrificios á trueque de proporcionarles los bienes que producen en el hombre la felicidad verdadera ».

Este elogio, que á la venerable memoria del P. Fr.

Habiendo llegado felizmente, en 1810, al Colegio de Moquegua, tres años despues fué destinado á las conversiones de los Mosetenes. Al propio tiempo en que los revindicadores de los derechos de la patria recorrian estos paises, desolándolos con la guerra y tremolando el pendon de la Independencia, nuestro jóven misionero marchaba á las montañas de Yungas para anunciar la paz y enarbolar el estandarte de la Redencion. Ignoramos los pormenores de los hechos y frutos de su apostolado: solo sí sabemos que por quince años continuos demoró entre los salvajes. Sabemos tambien que en el no corto decurso de ese tiempo, ya como simple conversor, ya con el cargo de Prefecto de misiones (al cual fué elegido el 4 de Setiembre de 1820), no contento con catequizar á los ya conquistados, entró repetidas veces á los pueblos bárbaros para lograr nuevas conquistas. Descalzo, casi sin hábito, sin mas alimento que los productos del bosque, sin mas escolta que la de dos ó tres neófitos (que á veces lo abandonaban en medio de pajonales, de pantanos, o de selvas impenetrables), sin otras armas que el estandarte de la Madre de la gracia que llevaba siempre consigo, recorrió las hórridas y vastas hoyadas del Veni, del Bopi, del Inicua y del Guarai, penetró hasta los páramos de los indómitos Yuracarés, de los feroces Chimanes, de los rezelosos Cavinas, y con la suave palabra del amor ganó los corazones de muchos, logrando reunirlos en pueblos para realzarlos á la dignidad de hombres y de cristianos. La bajeza, la terquedad, la ingratitud de aquellos seres desgraciados, lejos de engendrar en él repugnancia ó enfado, lo henchian de una compasion inmensa, llegaban hasta atraer sus simpatías. Lo confiesa ingenuamente el mismo Padre en una de las tres circulares que escribió á sus correligiosos de Europa, invitándolos al santo ministerio,

como oráculos, no reparó en decir á su Lector que la mayor gloria para tal maestro era el haber tenido por discípulo á Fr. Herrero.

se aplicaba con suma diligencia y maravilloso provecho á las ciencias humanas, con mayor ahinco se esforzaba en progresar cada dia mas en el camino de la perfeccion religiosa. Manso y humilde de corazon, juzgábase indigno de poder vivir entre los hijos del seráfico Patriarca: su recreacion era lavar y remendar las ropas sucias y andrajosas de los enfermos; su mayor gusto servir á todos los frailes, hasta al último de los conversos, al ínfimo de los donados. Santamente enemigo de su carne, la maceraba con cilicios. y disciplinas; y desde aquellos primeros años de su vida religiosa adoptó la severa costumbre, que conservó fielmente hasta la muerte, de mezclar la escasa racion de su diario sustento con alguna cosa desabrida para no dejarse engañar nunca por el seductor sentido del gusto. Su trato pacífico y modesto, su voz suave y un tanto pausada, su mirada apacible, su andar grave, y hasta su risa manifestaban (como nos han testimoniado los que tuvieron la felicidad de conocerlo) el fondo del alma buena con que el cielo lo dotara.

Tan luego que se vió ungido en sacerdote, se consideró obligado, como fiel ministro de Jesucristo, á procurar sus intereses, propagar su fe, promover su gloria y cooperarle en la salvacion de las almas. Para lograrlo mejor, pidió y obtuvo licencia de pasarse á estas Indias, no sin grande sentimiento de sus deudos y de sus mismos correligiosos, doliéndose de perder á un jóven de tan amables prendas y hermosas esperanzas.

En los primeros años del siglo que corre, atravesaba el Atlántico en compañía de su querido condiscípulo é íntimo amigo Fr. Cirilo de Alameda, que no mucho despues fué General de la Òrden, y mas tarde Arzobispo de Cuba, Burgos y Toledo, y finalmente Cardenal'.

1 Este varon insigne y digno émulo del inmortal Cisneros, hizo siempre tanto aprecio de nuestro P. Andres, que à mas de respetar sus dichos

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