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perfumes. Estaba en estremo pálida, y sin embargo sonreía.

-Confiesa al menos, Emmanuel-me dijo, dando una carcajada que vibró como el canto de una ave en la atmósfera sonora de la noche-confiesa que por esta vez te asustaste. Perdon! Tú no sabias que cuando el ahogo viene, mi mejor remedio es la carrera. Sí: huyo de mi feroz enemigo y lo dejo á larga distancia, dijo, volviendo el rostro con una mueca burlona cual si desafiara en efecto la saña de un adversario.

-Qué bello paraje !-continuó ella paseando una mirada en torno-qué soledad! qué frescura! ¿Sientes esta suave corriente de aire que ensancha el pulmon? ¡Qué bien se respira aquí. Mira las ruinas de ese rancho. Cuan felices serian los que vivieron bajo su techo de cañas, á la sombra de esos algarrobos que en la primavera derramarian sobre ellos sus nevadas flores! ....

Pero ¿qué tienes, Emmanuel? pareces preocupado, sueñas, ... qué sé yo!.. pero de seguro, tu alma está lejos.

Sí, lejos estaba mi alma, lejos. Vagaba en los espacios del pasado; reconocía esa cañada, esos árboles, ese rancho. Allí habia estado yo otra vez, en una noche de luna como aquella.

Un dia, mi hermano y yo, contrariados en casa, resolvimos solemnemente retirarnos del mundo é ir en romeria á Jerusalem para de allí pasar al desierto, y á semejanza de San Gerónimo y Santa Paula, hacernos

ermitaños. Aunque santa Paula solo tenia ocho años y San Gerónimo seis, no tardaron una hora en ejecutar su proyecto. Unas buenas mujeres habian venido trayendo miel y patay para nuestra madre. Nosotros nos apoderamos de sus caballos, y cabalgando con devoto recogimiento, partimos á trote largo y nos internamos en la selva.

Todo fué á maravilla mientras el sol hilaba sus alegres rayos entre la fronda. Pero el dia comenzó á dec.inar y nosotros á conocer que Jerusalem estaba mas lejos que lo que habiamos imaginado, y nuestros piadosos designios se convirtieron en miedo, y nuestra ascética sobriedad en una hambre que habria sido inmensa si no la embotara una sed devoradora. Llorábamos, y nos espantábamos uno á otro con gritos de terror. Y la noche adelantaba y nosotros nos internábamos mas y mas en la profunda selva.

En uno de esos momentos en que el terror nos dejaba silenciosos, oímos á lo lejos, los ladridos de un perro. Comenzamos á alegrarnos y dimos voces pidiendo socorro, cuando á poco, un espantoso rugido hizo estremecer el bosque dejándonos mudos de horror. [No podiamos equivocarnos: era el tigre: solo de sus tremendas fauces podia salir ese bramido. Sin embargo, nuestros caballos marchaban tranquilos, cual si no lo hubieran oido.

Nuestros lamentos comenzaron de nuevo, y el rujido se repitió mas terrible; pero entonces percibimos una voz que gritaba á distancia.

-Antolin Antolin! muchacho! válgame Dios! Te envio á llamar á esas criaturas y te diviertes asustándolas ! Por aquí, niños, por aquí.

Y los árboles clarearon, y divisamos en el fondo de la cañada el techo pajizo de un rancho; y al lado del fuego que ardia en el guarda-patio, una mujer vestida de blanco que nos hacia señas con el estremo de su rebozo azul.

Vimos entonces venir á nuestro encuentro un rapazuelo de catorce á diez y seis años, verdadera estampa de bandido-ojo avizor, mirada impudente y sonrisa desvergonzada.

Saltó con la ajilidad de un gato á la grupa del caballo de mi hermano, cojió la brida, y guió hácia la casa, donde abrumados de cansancio caimos en los brazos de la mujer, que se acercó á desmontarnos.

Nuestra huéspeda, viéndome con los lábios secos y la lengua pegada al paladar, entró un momento á la casa volviendo luego con dos anchas copas formadas con las cáscaras del huevo de avestruz y llenas de aloja de algarroba. Hízonos acostar al lado del fuego en dos bancos de madera, y en seguida ensillando un caballo que pacia maneado allí cerca, echó á la grupa á su hijo por miedo de que nos hiciera alguna mala pasada, y tomó el camino que nosotros habiamos traido. Iba á delatar en casa nuestra edificante cruzada y hacer que vinieran en busca de los asendereados peregrinos.

Mi madre la despidió cargada de regalos, y siempre

que hablaba de aquella mujer era con profundo reconocimiento.

Cuatro años despues, en 1831, cuando la frontera del Sur se levantó en masa contra el gobierno constitucional; cuando los sublevados, entregándose al mas feroz vandalaje, paseaban por todas partes el robo, la muerte y el incendio, y que mi padre, armado de la ley marcial que habia votado el poder lejislativo, fué enviado con fuerzas contra ellos, presentáronle un dia, despues de una sangrienta refriega, á uno de los caudillos de la sublevacion, que despues de una resistencia desesperada habia sido hecho prisionero. Era este un famoso asesino que se habia señalado en aquel motin por el refinamiento de sus crueldades. Llevaba por nombre de guerra el Carneador-nombre que añadia una sombra mas á las que oscurecian su historia. Los crímenes de que era reo y la ley marcial, lo condenaban sin apelacion; y mi padre, que á pesar de su severidad en el cumplimiento del deber, habia encontrado efugios para salvar á muchos de aquellos ilusos, nada pudo en favor de aquel hombre, por mas que le interesara su estrema juventud. Tuvo pu es que abandonarlo á la suerte funesta que le aguardaba en algunos momentos, y se retiró deplorando el fatal error que nos induce á cimentar con sangre el edificio social.

De repente una mujer pálida y trémula, se precipitó en la tienda gritando ¡ Hijo mio! | Antolin! Y divisando á mi padre iba á arrojarse en sus brazos, cuando

la detonacion de una descarga la hizo caer á sus piés.

Aquel trájico suceso commovió profundamente á mi padre, y dejó para siempre un punto doloroso en su grande alma.

El recuerdo de esos acontecimientos absorvió mi mente, y durante algunos minutos olvidé á Azucena. Cuando me volví hácia ella, hallé fija en mí su mirada-Si no piensas en Lima-me dijo-de seguro es en algo que te entristece.

Reunímonos á nuestros compañeros, y á las seis de la mañana llegamos á los baños de Agua-caliente.

Hallábanse allí algunas familias, que reunidas en un círculo de tiendas, pasaban el tiempo de una manera agradable, bañándose, cazando, haciendo largas incursiones en busca de colmenas, comiendo juntos deliciosas picanas en largos manteles tendidos bajo la olorosa fronda de los bosques, bailando, cantando, jugando prendas y contando cuentos de toda clase-desde el drama hasta el chascarrillo:

Hiciéronnos la mas cordial acogida. Las señoras corrieron á cebar los mates en los chorros de agua hirviente que saltan de la peña, y nos los ofrecian escusándose de su poca destreza, y asegurándonos que los tomariamos mejores cuando volviera la maestre de ceremonias, personaje investido tambien de aquel cargo, y á quien llamaban el Alma social, á causa-decian, de su viveza y su inagotable alegria. Habia ido al Rosario en busca de

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