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II.

EL GUANTE NEGRO.

La puerta se abrió, dejando ver la campiña alumbrada por los rayos de la luna, y dando paso á una figura blanca, vaporosa y aérea como las Willis de las baladas alemanas. Era una jóven envuelta en un largo peinador blanco, y con la cabeza cubierta con un velo de gasa. La estatura era algo elevada; su larga y suelta cabellera, brillante y negra como el azabache, descendia en sombrías ondas hasta tocar el suelo; sus rasgados ojos negros de anchas pupilas, tenian esa larga y profunda mirada que se atribuye á aquellos que leen en el porvenir.

Al verla, el recuerdo de Manuelita y con él las ideas de gloria y ambicion, huyeron de la imajinacion de Wenceslao.

Isabel! mi anjel hermoso, mi hada benéfica ! esclamó-Ya estás aquí! Oh! que mi madre perdone la ingratitud de su hijo; pero ¡ cuanto bendigo su ausencia,

que te obliga á venir como mi ánjel guardian, entre las sombras y el silencic de la noche á curar con tus manos mi herida, é inundar mi corazon de delicias con la májia de tu mirada, de tu voz y de tu sonrisa ! . . . . . Pero....

....

¡ tu estás pálida !... trémula! ¡ no tienes ni una caricia, ni una palabra de amor para el que te adora | Isabel! ¿que pesar oscurece tu frente, amada mia?

-Nada ha cambiado en torno mio, respondió ella arrodillándose al pié del lecho, y obligando á Wenceslao á recostarse en su almohada; nada ha cambiado, el sol ha sido brillante; las flores me han enviado sus mas suaves perfumes; los pajarillos me han hecho oir las melodías que han callado en mi arpa desde que tu sufres; las hermosas estrellas de nuestro cielo me sonrien como siempre; tú á quien amo con idolatría estás ahí, cerca de mí, y yo leo en tus ojos tu amor; y sin embargo ha habido en ese sol, en esos perfumes, en esas melodías, en la noche, en las estrellas y en tus ojos, algo de lúgubre que pesa como plomo por sobre mi corazon!

Escucha, Wenceslao. Cuando mi madre me llevaba en su seno, me oyó llorar una noche que velaba, pensando en el ser que iba dar á luz. Una creencia de nuestro país, supersticiosa si quieres, enseña que cuando un niño llora en el vientre de su madre, si ésta guarda el secreto, el niño poseerá el don de adivinacion. Mi madre calló creyendo darme la dicha; ¡pobre madre! ella ignoraba que funesto presente legaba al destino de su hija! Encadenada como todo lo que existe á ese órden eterno lla

mado fatalidad, siento llegar la desgracia, sin poder evitarla; conozco su aproximacion en el aire, en la luz, en las sombras; pero ignoro de donde viene, y el momento en que me herirá. Cuando mi padre cayó bajo los golpes de la Mas-horca, esa asociacion de caribes, ya habia yo visto en sueños toda aquella escena. Cada uno de los infortunios de mi vida se ha revelado anticipadamente á mi corazon. Hoy, durante todo el dia me han perseguido las mas espantosas alucinaciones; mi espíritu ha visto espectáculos horribles en los que el asesinato ejercía sus sangrientas funciones; he oido la voz de los celos, esa funesta enfermedad de mi alma, gritarme con acento lúgubre: ¡ perfidia! ¡traicion! Ahora mismo, Wenceslao, al entrar en tu cuarto he sentido cerca de mí una sombra, un espíritu enemigo que me cerraba el paso, y que como la mano de una rival me rechazaba lejos de tí; y era tanto lo que sufria mi corazon, que al acercarme á tu lecho, al hallarte solo esperando la presencia y los cuidados de tu Isabel, he bendecido tus heridas que te entre gan esclusivamente á mi amor, y he deseado que se prolonguen tus sufrimientos por toda una eternidad.

-Amada mia, respuso Wenceslao, besando con ardor las manos de la jóven, hay palabras que solo deben escucharse de rodillas; tales son las que acabas de pronunciar. ¿Qué he hecho yo para merecer el amor de un ser tan hermoso y sublime como tú? Y cuando poseo esta dicha que me envidiarán los ánjeles del cielo, & habia de pagarla con la perfidia, en vez de una eterna adora

cion? Oh! Isabel mia! destierra esos insensatos temores como una injuria hecha á tí misma y á tu amor.

Hablando así Wenceslao era sincero, pues como hemos dicho, sus ideas de ambicion se habian desvanecido á la presencia de Isabel. La jóven se sonrió con ternura, moviendo tristemente la cabeza.

En ese momento el reloj del salon dió las doce.

-1 Dios mio! dijo Isabel, es media noche, y yo no he pensado aun en curar tu herida.

Un terrible recuerdo brilló como un relámpago en la memoria de Wenceslao, que llevó vivamente las manos al pecho.

Era tarde! Isabel lo habia descubierto para levantar el apósito de la herida.

Un profundo silencio reinó entonces en el cuarto. Wenceslao inmóvil de confusion y terror, miraba á Isabel que pálida como una muerta tenia entre sus manos un guante negro que examinaba con mirada fija y devorante.

De repente sus grandes ojos se abrieron desmesuradamente; de su pecho se exhaló un grito ahogado, sus brazos se deslizaron inertes á lo largo de su cuerpo, sus piés vacilaron, y cayendo sobre sus rodillas, ocultó su frente en el suelo.

En la parte interior del guante, sobre la cinta que contiene el resorte, Isabel habia leido el nombre de Manuela Rosas.

-¡ Isabel! amada mia, dignate escucharme un momento! no me condenes sin oirme ! esclamó Wenceslao,

tendiendo los brazos para levantarla. Ella le rechazó en silencio, volviendo á su primera actitud.

Largo rato quedó así inmovil, silenciosa é insensible á las súplicas de Wenceslao.

Despues alzó su frente; pasó por ella la mano, como para avivar un recuerdo, y poniéndose en pié:

-¡Oh! padre mio ! exclamó, cruzando los brazos y elevando al cielo su profunda mirada, este golpe que hiere mi corazon, es el castigo de la hija culpable que infiel á su juramento, dejaba vagar olvidada vuestra sangrienta sombra, cambiando impiamente vuestra venganza con el amor de un federal.

¡ Ah! ha sido necesario que él me arroje de su corazon, para que vuelvan al mio el recuerdo de vuestra funesta muerte y el sentimiento de mi deber. Pero aun no es tarde, padre mio. El juramento que os hice bajo las negras bóvedas de vuestro calabozo, no habrá sido hecho en vano: yo renuevo aquí el voto de consagrar la sombría existencia que me espera á vuestra venganza, y al triunfo de esa causa, cuyo testimonio sellásteis con el martirio!

Y volviéndose hácia su amante, que la escuchaba consternado—¡ Adios, Wenceslao! le dijo. Esta es la última vez que pronuncio vuestro nombre, ese nombre que mi lábio se complacia en repetir sin cesar por que resonaba en mi corazon como una deliciosa, música. Adios para siempre! Amad en paz á esa Manuela Rosas cuyo gaje de amor llevais sobre el corazon; y cuando penseis en Isabel, recordadla sin remordimientos, pues

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