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espacio con sombría espresion. Despues, fuése hacia una puerta, levantó la tapiceria que la ocultaba, y entró en una suntuosa alcoba suavemente alumbrada por una lámpara de alabastro. En el centro de aquella alcoba, alzábase un lecho dorado y cubierto con cortinas de terciope lo color de grana, en cuyo oscuro fondo, bella y pálida como un fantástico ensueño, dormitaba una mujer, reclinada la cabeza sobre uno de sus brazos, y el pecho velado con sus negros cabellos. Tristes imájenes cruzaban, sin duda su adormida mente; porque de vez en cuando, un estremecimiento convulsivo recorria su cuerpo, su labio entreabierto murmuraba un gemido, y en sus largas pestañas brillaba una lágrima.

Al pié del lecho, y sentada en un sillon, velaba, ó mas bien dormia profundamente una esclava negra. Cerca de ella, al alcance de su mano habia un velador con varias preparaciones medicinales, y una copa de oro conteniendo una bebida.

El nocturno visitador se acercó al lecho con cauteloso paso, contempló un momento el bello rostro de la mujer dormida, y yendo hácia el velador, vertió en la copa de oro tres gotas del rojo licor de la redoma. En seguida y despues de asegurarse nuevamente del sueño de la dama y de la esclava, se alejó con la misma precaucion que habia venido desapareciendo tras la tapicería.

La mañana siguiente, la ciudad de Lima estaba consternada por un lamentable incidente. Una de las mas bellas y distinguidas señoras de la corte del virey, la

za.

esposa del oidor Ramirez, gobernador electo de las islas Filipinas, habia muerto en la flor de su juventud y belleSu esposo inconsolable, vestido de rigoroso luto, arrastró el duelo en sus funerales y llevó su amor hasta donde se detienen todos los amores: descendió el mismo el cadáver de su mujer bajo la bóveda de la catedral, y la sepultó en una suntuosa tumba cuya llave se llevó en su pecho.

X.

LOS DOS ENCUBIERTOS.

Concluidas las plegarias de la noche y apagados los mil cirios del tabernáculo, el sacristan de la Catedral, solo entre las sombras del vasto templo, ocupábase en cerrar las puertas. Sus tardos pasos habian ya recorrido la triple nave, y detenidose finalmente en el pórtico que se abre sobre el átrio de la plaza. Corria el cerrojo del último postigo, cuando una mano fria, cayendo sobre la suya, paralizó su accion, dejándolo inmóvil de terror.

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Jesus! Alma bendita, ¿qué me quieres ?-esclamó espantado el sacristan; porque á la oscilante luz de la lejana lámpara habia] visto alzarse ante él un fantasma envuelto en un largo manto negro.

-¡Silencio !-dijo entre el lúgubre embozo con una voz imperiosa y breve. Y la misma helada mano arrastró al aterrado guardian del templo hasta la bóveda sepulcral.

Allí se detuvo el fantasma y volviéndose al sacristan le señaló la puerta. Y entre los parasismos de su miedo el pobre bedel oyó decir con un acento del otro mundo: Abre! Abrió pues, la fúnebre puerta, y el fantasma descendió á la mansion de los muertos.--Un vampiro !-esclamó el sacristan, y huyó poseido de un profundo horror. Pero al traspasar el umbral del templo, la poca fuerza que le restaba lo abandonó enteramente; y cayendo sobre sus rodillas quedóse allí yerto, anonadado, y con el solo sentimiento de un inmenso miedo, que turbando progresivamente su cerebro, le representaba una larga procesion de espectros que pasaban y repasaban ante sus ojos, fijando en él torvas miradas. Entre aquellas fantásticas visiones dibujóse de repente una mas distinta y mas horrible. El sacristan con los cabellos erizados lo vió avanzar al través de las sombrías arcadas, y pasando á su lado desaparecer tras las columnas del pórtico. Era el vampiro. Cubríalo siempre su ancho manto negro, y llevaba en sus brazos una forma blanca envuelta en largos velos que flotaban como nocturnas nieblas en torno del fantasma. A su vista, el sacristan cayó con el rostro en tierra; un sudor helado bañó su cuerpo y ya nada vió, nada oyó, sino de allí á largo tiempo las doce campanadas de media noche, que sonaban sobre su cabeza. el mismo momento una mano, y esta vez muy humana y recia, cogiéndolo por el brazo lo sacudió rudamente, y lo puso en pié; y un hombre embozado, y, á pesar de la santidad del lugar, con el sombrero calado hasta los ojos,

En

poniendo en su mano un bolsillo y sobre su pecho un puñal, le dijo con una voz mas siniestra que la del fantasma:-Elige.

—¿Qué mandais señor?-contestó el pobre hombre, estrechando la mas pesada de aquellas dos proposiciones.

-Silencio y obediencia-repuso el embozado, impeliéndolo ante sí. Y se encaminó tambien hácia el panteon subterráneo. Llegados al umbral del lúgubre sitio Escucha-dijo el incógnito-todas las noches á esta hora, me esperarás aquí; y si eres puntual y discreto, recibirás cada vez tanto oro como te he dado esta noche. Pero si me faltas, ó que tu lábio deje escapar una sola palabra...... Ya me entiendes. Abre ahora.

Y el embozado sacó debajo su capa una linterna sorda, y como el otro, descendió tambien al lóbrego asilo de la muerte.

El sacristan, en quien las mundanas palabras del desconocido desvanecieron toda aprension supersticiosa, comenzaba á recobrarse completamente, cuando oyó una horrible imprecacion; y á poco vió aparecer al embozado, que arrojándose á él-¡ Miserable !-esclamó balbuciente de furor-habla ¿quién ha entrado aquí?

-¡ Piedad ! señor, gritó el sacristan aterrado ante la hoja del puñal que aquel hombre habia alzado sobre su pecho.

Silencio! ¿quién ha entrado aquí ?

-¡Ay! no es culpa mia, señor. Nada podemos contra los espíritus. Una sombra ha visitado los sepul

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