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do su mano hacia el lugar de eterno reposo-Mi puñal ha cavado en él muchas tumbas.

Pero antes de que os refiera la segunda parte de la vida de Gubi Amaya, escuchad la primera.

VI.

HISTORIA DE UN SALTEADOR.

Miguel recorrió con una mirada sombría el inmenso horizonte, como buscando alli algun doloroso recuerdo de su pasado. Despues, sonriendo con una espresion tan amarga y terrible que me dió miedo, acercóse mas á mi y continuó:

Vosotros, los que haceis las leyes, señor forastero, los que habeis formulado la pena que condena el crímen á la muerte, no habeis, antes de sancionarla, pensado en las causas que pueden llevar al hombre á ese fatal estremo. Cuando el fiscal os refiere la historia de un delincuente, presente y encadenado ante vuestros tribunales, y que de allí lo enviais al matadero, os contentais con decir: nació malvado.

¡Ah! por dicha de la humanidad, y para gloria de Dios que la formo, eso no es cierto. El bien y el mal

existen en nosotros, y desde la infancia los tenemos delante cual dos caminos igualmente desconocidos. Nosotros no elegimos: el destino decide, y trae circunstancias felices ó fatales que nos arrojan en el uno ó en el otro. He aquí un ejemplo.

Veis en el flanco de aquella cordillera esa montaña cortada verticalmente desde su cima, y cuyo inmenso despeñadero blanquea á la luz de la luna como las cúpulas de una ciudad fantástica? A su pié, y en medio de una deliciosa cañada sombreada de verjeles, alzábase en otro tiempo una cabaña solitaria, y visitada solo por la paz y la virtud. Habitábanla una anciana y un jóven.

La anciana habia empleado su vida entera en amar á Dios y á su hijo.

dia

El jóven amó exclusivamente á su madre, hasta el que esta lo dejó para volver al cielo.

El joven quedó solo, y este fué su primer pesar. Mas los pesares de la juventud son como las nubes de la tarde: dóralos el sol de la esperanza, dándoles prestigios májicos que nos hacen amar el dolor.

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El jóven, sin cesar de llorar á su madre, pedia con todo el anhelo de un alma ardiente, un ser á quien amar; y un dia encontró un hombre amenazado de muerte. Arrojóse ante el peligro que amagaba á ese hombre, y lo salvó.

Tuvo ya pues un amigo.

Pero luego, sintiendo que en su corazon habia un santuario vacio, tendió en torno suyo una mirada, bus

cando el ídolo que debia llenarlo; y sus ojos se encontraron con los de una mujer,

¡ Natalia !—esclamó Miguel, con acento apasionado. ¡Natalia! continuó, con voz sombria-¡ Natalia ! -repitió, en un largo sollozo que despedazó su pecho—¡ Ah ! ¿porqué apareciste á mis ojos tan hermosa y pura, si habias de caer del etéreo pedestal donde yo te adoraba, ál cieno de las mujeres vulgares? por qué me hiciste soñar una perfeccion que no se hallaba en la tierra? Miguel apoyó la frente en su mano, y se hundió en dolorosa meditacion...

-¡Ah! ¡ah!-dije yo, procurando atraer su atencion, y dar á aquella historia un colorido menos lúgubre, pues sin saber por qué tenia miedo-¡ ah !-erais vos el habitante de la cabaña y el amante de Natalia?—Sí: respondió-ese hijo sumiso y tierno, ese amante que idolatró en la belleza material la belleza que viene del alma, era yo. ¡Ah!-continuó él fijando una mirada en mi rostro, y engañado por mi disfraz-vos sois todavia muy niño para comprender la vehemencia del primer amor en una alma fuerte, ardiente y pura.

Natalia pertenecia á una familia ilustre. Su padre era un hombre poderoso, cuyo orgullo habria encontrado criminal la mirada que un plebeyo osara alzar sobre la frente de su hija; y sin embargo, yo la amé; y aunque todo parecia separarnos, el amor que ardia en mi corazon era inmenso, y debia comunicarse al suyo. Ella me amó....

Me amó? ¡Ah! en la duda que ha consumido mi alma como el fuego del infierno, he repetido largo tiempo esta demanda insensata á todas las fuerzas de la creacion. Me amó?

Sí! necesito creerlo, porque esa certeza es el único rayo que ilumina mi alma en la lobreguez de sus recuerdos. Sí, me amaba entonces. ¿Por qué descendia de su dorado palacio para ir á buscarme en el fondo de los bosques, desafiando los temores de la noche y de la soledad? ¿qué decian esas largas y profundas miradas que ella detenia sobre mi frente, en mis ojos, en mis lábios, reclinada la cabeza en mi seno, y su pecho sobre mis rodillas? qué esas castas pero ardientes caricias, cuyo recuerdo hace estremecer mi corazón, aun ahora, bajo el hielo de los años?

Sí, me amaba; ly en la embriaguez de ese amor, lo olvidé todo, el mundo, la memoria de mi madre, y.... á Dios mismo. Ella era mi universo, mi cielo, mi Dios. Cuan brillantes eran mis dias, iluminados por su recuerdo! cuan hermosas las noches, que la traian á mis brazos !

Hablando así, la voz de Miguel vibraba armoniosa y jóven; la huella de los años desapareció de su frente, que se alzó orgullosa y radiante, cual si reflejara todavia el sol de esos dias de amor que evocaba.

Y yo, inclinada ante él contemplaba con admiracion aquel hombre con afectos tan profundos, y dotado sin embargo de tan heróica serenidad. Habria deseado

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