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de las fatigas de la guerra de la independencia. Pero Dios no lo quiso asi. El castillo yacia allí en ruinas; la tierras pertenecian á un estraño, y el viejo veterano no vió amanecer para él un solo dia de reposo, hasta aquel en que descendió á descansar eternamente en el sepulcro bajo un cielo estranjero.

Meditando asi, habia subido sin apercibirme de ello la rápida pendiente de la roca, y me hallé de repente á la puerta del cementerio.

Allí reposaban seres que yo habia amado y llorado. El rayo arjontado de la luna alumbraba sus tumbas tranquilas y blancas como lechos de verano.

Aquí duerme Urbana, aquella niña á quien su padre en la agonía me confió, á mí, que niña como ella, la acogí en mi cuna, do dende voló ai cielo. Allí está Manuel, el hermoso niño de mi hermana, que murió de pesar, porque su nodriza lo abandonó. Mas allá está el sepulcro de Enrica, la bella y despiadada coqueta, á quien Dios, en un dia, volvió todos los tormentos con que ella se habia complacido en torturar á otros durante su vida. Sí, porque llegó un momento en que el amor que ella habia parodiado para engañará tantos, se despertó en su corazon, y entonces ya no fué coqueta: volvióse tímida y desconfió del poder de su belleza. Y á fé que tenia razon; porque aquel á quien ella amó, y que la adoraba cuando uncido á su yugo gemia entre la turba de sus rivales, la rechazó con desprecio desde el momento que fué digna de ser amada.

Aquel hombre era bueno, compasivo y generoso; mas por una estraña inconsecuencia, se complacia en despedazar sin piedad el corazon que lo amaba, buscando para herirlo sus fibras mas sensibles con la infernal des treza de un verdugo. Pero aquel pobre corazon, infatigable en su amor fatal, se apegaba cada vez mas al ser que lo rechazaba. A cada nueva decepcion, á cada nueva he rida, retrocedia gimiendo; pero luego lo olvidaba todo, besaba sonriendo la mano que lo heria y volvia á seguir su camino de dolor.

Yo era entonces una niña; y cuando á favor de la négligente confianza que inspira esa edad pude sondear las tinieblas en que se hundió aquella alma, y contemplé con la medrosa admiracion de la infancia las tempestades que la devastaron, esas terribles y para mí incomprensibles escenas, esos trances del amor que se obstina en vivir en un corazon donde quieren matarlo, tendia en derredor una mirada inquieta, preguntándome que podia causar tan espantosos estragos en la existencia de esa jóven, hermosa, rica, amada y mimada de todos.

Despues, cuando los años y el dolor trajeron las borrascas á mi cielo, y cambiaron en gemidos los alegres cantos de la infancia, la imájen de esa mujer apareció en mi memoria. Víla como tantas veces la habia contemplado, pálida, trémula, palpitante, con sus negros cabellos esparcidos sobre sus hombros; y en la amarga sonrisa que contraia sus lábios, parecia decirme: Héme aquí ya tranquila ! la almohada en que reposo no tiene insomnios

ni pesadillas. Pero tú, que conoces ahora el secreto de mi dolor, dí, ¿no es cierto que es horrible el decir: soy jóven, soy bella, tengo una alma llena de poesía, puedo dar y recibir torrentes de amor y de felicidad; y sin embargo, la desesperacion habita en mi seno, y yo la siento devorar mi corazon?

En otro tiempo, cuando venia á visitar estas tumbas, lloraba mucho; habria querido que mis sollozos despertaran á Urbana, á Manuel y á Enrica; pero ahora envidié su inmovilidad y su eterno silencio; y aun con el poder de volverlos á la vida, les habria dicho: ¡ dormid en paz

Dejé el cementerio, y atravesando la iglesia, cuya bóveda se habia desplomado, me interné en aquella inmensa masa de ruinas.

IV.

Profundo silencio reinaba en contorno mio, silencio solo interrumpido por el lejano gemido del coyuyo y el susurro del viento de la noche entre las mutiladas arcadas, y la crecida yerba del cementerio. La luna de lo alto del cielo enviaba su luz pálida é incierta, como la mirada de un moribundo, sobre aquella escena de desolacion, dándole prestigios tan fantásticos, que exaltada mi imaginacion, comencé á dudar si yo misma no era una sombra que dejando un momento el lecho de la tumba, venia favorecida por las tinieblas á visitar el sitio de su cuna. Pero los latidos de mi corazon me volvieron luego á mi misma, haciéndome sentir que aun pertenecia toda á esta tierra de lágrimas, en la que cada hora trae consigo un dolor, y cada objeto que contemplamos el recuerdo de una felicidad desvanecida.

Me acerqué á la torre, que blanca y magestuosa, se alzaba entre el grupo de edificios abatidos; y sentándome á la sombra, aquella antigua amiga que habia quedado sola en medio de las ruinas, lloré como Chactas sobre la destruida y solitaria morada de mis padres.

Cuánto tiempo permanecí allí inmóvil, y con el pensamiento abismado en lo pasado, lo ignoro.

Los pasos de un caballo disiparon bruscamente mi profundo letargo.

Un ginete de estatura atlética se habia detenido delante de mí.

Aquel hombre estaba envuelto, á manera de manto, en un gran poncho, cuyos anchos y fantásticos pliegues descendian hasta sus pies, calzados de enormes espuelas.

Ocultaba sus facciones una inmensa barba gris que descansaba en su pecho. Un sombrero exageradamente pequeño dejaba enteramente descubierta su larga y rizada cabellera. Su mano izquierda llevaba con distraccion la brida de su fogoso caballo, y la derecha se apoyaba en el mango de un largo puñal.

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En cualquiera atro momento, al ver á tal hora y entre las ruinas aquella sombría figura, muda é inmóvil tan cerca de mí, habria tenido un miedo horrible; pero las fuertes emociones que entonces agitaban mi alma, me hacian inaccesible á todo temor.

Miréle fijamente, é iba á preguntarle qué buscaba en aquel lugar á esa hora avanzada de la noche, cuando de aquella masa prodigiosa de barbas salió una voz fuerte y cavernosa, arrebatándome la pregunta.

-Soy un viajero-le respodi-y visito estas ruinas. →→→Y no os han dicho que estas ruinas son durante la noche mi propiedad? ¿no os han hablado, señor forastero, de Miguel el Domador?

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