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el viento de la noche, tenia la apariencia de un ancho velo de luto. La mirada de sus grandes ojos negros era vaga y estraña, cual si una sombra se interpusiera entre ella y los objetos esteriores; sus lábios murmuraban alternativamente el canto de la Julieta, las plegarias de los difuntos y el nombre de Wenceslao, deteniéndose delante de los muertos.

¡Lezica! dijo, inclinándose sobre un cadáver y apartando suavemente los sedosos cabellos castaños, que ocultaban un rostro jóven cuya belleza habia respetado la muerte. Lezica! pobre niño que al ver la luz encontraste en torno tuyo el lujo y la riqueza, ¡ quién habria dicho á tu madre, cuando te mecia en cuna de oro y seda, que dormirias tu último sueño sobre el árido suelo de un desierto! y cuando besaba tus bellos ojos azules, cuán lejos estaria de imajinar que habian de ser de los buitres! Varela ! esclamó contemplando el rostro yerto é inmóvil de un hombre tendido á corta distancia, y anegado en su sangre, noble vástago de esa familia de cisnes que ha encantado con sus melodías las riberas del Plata. ¡ La muerte ha puesto su negro sello entre los laureles de vuestras frentes; porque! hé ahi que mientras el chacal lame tu sangre jenerosa, mientras el tigre devora tu corazon donde ardieron sublimes inspiraciones, el puñal del asesino se prepara en la sombra para sofocar con un solo golpe el canto del poeta y el grito de la libertad del patriota! Ay! ay! y comenzando de nuevo su fúnebre canto, prosiguió su camino.

El terreno por donde se dirijió estaba sembrado de centenares de cadáveres, y regado con arroyos de sangre, que mojaban los piés y el blanco ropaje de aquella fantástica peregrina. Se habria dicho que la espada del ánjel esterminador habia pasado por allí, ó que la mano humana que habia segado la vida de tantos hombres, habria tenido que ejecutar una grande venganza ó redimir una gran falta.

A lo lejos, y al cabo de aquella via sangrienta, rodeado de cadáveres, de fusiles descargados, de lanzas y espadas rotas, yacia el cuerpo de un guerrero, cuyo noble y hermoso rostro conservaba aun despues de la muerte una espresion de amenaza. Aunque todo indicaba que era él quien habia hecho aquel estrago en las filas de sus enemigos, el acero de estos no habia osado acercársele; pues aquel cuerpo esbelto y elegantemente vestido estaba ileso, una sola bala le habia muerto, atravesándole el corazon. Su mano estrechaba aun la guarnicion de su espada, y el viento de la noche hacia ondear sobre su pecho esa terrible divisa roja, que contenia el retrato de Rosas, y la sentencia de muerte de los unitarios.

La estraña viajera se acercaba, paseando su mirada sobre los rostros sangrientos y mutilados de los muertos, y llamándolos con voz lúgubre:

-Mons! Torres ! Bustillos !

-Wenceslao! Wenceslao! gritó en un trasporte de gozo insensato, cayendo de rodillas, y abrazando el cadáver del bello guerrero. Héme aquí, amado mio! llego tar

de: pero es que tú habías dejado tu lecho perfumado de las orillas del Plata, para venir á recostarte en este suelo lejanó, abrasado por el sol y mojado con la sangre.

Yo oí tu voz que me llamaba, y las tinieblas que de repente habian envuelto mi intelijencia se disiparon, la mirada de mi alma te mostró recostado en un lecho nupcial, tendiéndome los brazos y gritándome: Isabel! amada mía, esposa mía, vén! Y yo rompí fuertes cadenas que sujetaban mis pies, y caminé largo tiempo guiada por la voz que me llamaba siempre:-Isabel! Isabel y héme aqui que llego cubierta con el blanco cendal de la desposada para unirme á tí en un abrazo en un abrazo eterno!....Pero....Oh! Dios!. . . . su pecho está frio é inmóvil, sus lábios pálidos y yertos, su mirada fija y velada por una sombra siniestra.... ¡¡ Ah! es ese funesto talisman, ese funesto guante negro cuya vista introduce el dolor en el corazon, y cuyo contacto trastornó mi ser.

Y reclinando sobre sus rodillas aquella cabeza inanimada, descubrió con mano presurosa el pecho del cadáver.

-Oh! gritó, señalando una herida profunda, de forma circular y bordes negros. ¡ Hé ahí la mano de Manuela Rosas, que le ha destrozado el pecho para robarme su corazon! Héla allí que se acerca para disputármelo todavía, para arrojar otra vez entre él y yo, como un desafío á nuestro amor, ese guante negro que nos separó. ¡ Atrás! gritó alzándose, y estendiendo sus brazos sobre el cadáver, ¡ atrás ! mujer fatal para los que te aman! ¡ tu blanco ve

lo de virjen está salpicado de sangre | sobre tu cabeza está suspendida una nube de lágrimas! Aléjate continuó adelantándose, como para cerrar el paso á el fantasma que le presentaba su imajinacion, no le toques! porque el puñal de la Mas-horca caerá sobre él.... Ah! no, es la sombra de mi padre que vaga jimiendo entre los despojos helados de sus compañeros ! Padre mio! no es este el último golpe que la mano de hierro del destino descargará sobre los defensores de la libertad! ¿ Vés esos arroyos de sangre que corren por este campo? Asi correrá por largo tiempo en toda la estension de nuestro hermoso suelo. Pero la tierra no puede absorverla! Vés como se eleva al cielo, para hacer descender despues, cual rocio benéfico, la clemencia de Dios? Mira allá, á lo lejos, en los límites del horizonte.... ¿No vés un bizarro guerrero que se destaca de las filas del ejército federal? El mundo asombrado le contempla tambien, porque es el héroe que levantará sobre sus hermanos encadenados el estandarte de la libertad; arrojará á la tirania de su trono ensangrentado, y restituirá á la patria su antiguo esplendor y gloria.

Vuelve á dormir en la almohada de paz el sueño de la muerte, mientras mi esposo me estrecha entre sus brazos en nuestro lecho de bodas.

Y el silencio reinó otra vez en el campo; el pampero mezcló los perfumes de los aromas con las emanaciones mefíticas de la sangre; los algarrobos dejaron caer sus flores sobre el rostro desfigurado de los cadáveres, y el coyu

yo volvió á comenzar su triste canto

Es fama que todas las veces que el tirano de Buenos Aires iba á decretar alguna de esas sangrientas ejecuciones, alguna de esas horribles carnicerías que la desolaron, se aparecía en las altas horas de la noche una mujer de aspecto estraño, que cubierta de un largo sudario, y con los cabellos esparcidos al capricho de los vientos, daba vuelta tres veces en derredor de la ciudad, cantando con vez lúgubre las sombrías notas del «De profundis.»

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